
Una iglesia pequeña de color bordo seguido de muchas pequeñas casitas de no mas de dos ambientes pintadas con vivos colores y desparramadas entre la maleza de tupidos árboles.
Mis ojos despiertan para ver la selva. Torpemente pensé que era otro país, en un primer momento creí haber cruzado ya la frontera. Fue mi primer pregunta entre voces del sueño, pero no, esto es Misiones. El desconocido norte de la Mesopotámia se descubre para mostrarme otra faceta de Argentina. Ella, toda, que para mi, con sus diferentes colores desde la cotidiana llanura, las cercanas playas, sus acostumbradas sierras, sus visitadas montañas y ahora nueva selva; parece un colchón de retazos multicolores en el que ahora descanso.
Tierra de la yerba mate y el suelo colorado que con esta lluvia deja charcos color naranja como ladrillo diluido. Un mate gigante se asoma en la ruta y recuerdo leyendas de la infancia. Aunque hay muchas variantes de esta leyenda, algunas que dejan en obvia evidencia la aculturación de las tribus, esta es mi favorita.
Yarí, la luna, miraba llena de curiosidad los bosques profundos con que Tupá, el poderoso dios de los guaraníes, había recubierto la tierra, y su deseo de bajar se iba haciendo cada vez más ardiente. Entonces Yarí llamó a Araí, la nube rosada del crepúsculo, convenciéndola para bajar con ella a la tierra. Al día siguiente paseaban por el bosque transformadas en dos hermosas jovenes; pero sus cuerpos se iban fatigando, cuando a lo lejos vieron una cabaña y hacia ella se dirigieron para buscar un poco de reposo. De pronto sintieron un ruído y era un yaguareté que iba a lanzarse sobre ellas, cuando una flecha disparada por un viejo indio sorprendió a la fiera hiriéndola en el costado. El animal enfurecido se lanzó sobre su herida, al mismo tiempo que una nueva flecha atravesó su corazón. Terminada la lucha, Araí y Yarí fueron tras el indio, que les había ofrecido hospitalidad y entraron en la choza. El hombre vivía con su mujer y su hija quienes las atendieron con gran afecto, contándoles que Tupá mira con desagrado al que no cumple dignamente la hospitalidad con sus semejantes.
Al día siguiente Yarí anunció al viejo que había llegado el momento de marchar. Salieron la mujer y la hija a despedir a las dos aventureras doncellas, que acompañadas del viejo, emprendieron el camino.
El viejo les contó por qué vivía aislado: cuando su hermosa hija creció, el desasosiego, la inquietud y el temor invadieron el espíritu del indio hasta que determinó alejarse de la comunidad en que vivía para que en la soledad pudiese su hija guardar aquellas virtudes con que Tupá la había enriquecido.
Yarí y Araí se vieron solas, perdieron sus formas humanas y ascendieron a los cielos, donde se dedicaron con afán a buscar un premio adecuado. Una noche infundieron a los tres seres de la cabaña un sueño profundo, y, mientras dormían, Yarí fue sembrando delante de la choza una semilla celeste, y desde el cielo oscuro iluminó fuertemente aquel lugar, a la vez que Araí dejaba caer suave y dulcemente una lluvia que empapaba la tierra. Llegó la mañana y ante la cabaña habían brotado unos árboles menudos, desconocidos, y sus blancas y apretadas flores asomaban tímidas entre el verde oscuro de las hojas. Cuando el indio despertó y salió para ir al bosque quedó maravillado del prodigio que ante la puerta de su choza se extendía. Llamó a su mujer y a su hija, y, cuando los tres estaban extáticos mirando lo sucedido se cayeron de rodillas sobre la húmeda tierra. Yarí, bajo la figura de doncella que habían conocido, descendió y les dijo: Yo soy Yarí, la diosa que habita en la luna, y vengo a premiaros vuestra bondad. Esta nueva planta que veis es la yerba mate, y desde ahora para siempre constituirá para vosotros y para todos los hombres de esta región el símbolo de la amistad. Vuestra hija vivirá eternamente, y jamás perderá ni la inocencia ni la bondad de su corazón. Ella será la dueña de la yerba. Después, la diosa les hizo levantar del suelo donde estaban arrodillados, y les enseño el modo de tostar la yerba y de tomar el mate.
Pasaron varios años, y al viejo matrimonio le llegó la hora de la muerte. Después, cuando la hija hubo cumplido sus deberes rituales, desapareció de la tierra. Y, desde entonces suele dejarse ver de vez en vez entre los yerbales paraguayos como una joven hermosa y rubia en cuyos ojos se reflejan la inocencia y el candor de su alma.
- “Tuicha”, “Ipora” tu pepa…- Le decia a mi hermana que miraba decepcionada su vianda de desayuno.
Esas palabras sueltas, que de muy chica me enseñó mi abuela en intentos de conversaciones guaraníes y que para mi son tan cotidianas como el “che”, fueron un cable a tierra. Raices de Obera y la ya dejada atrás Corrientes con mi vieja casa en Paso de los Libres. Claro que sí, estos paisajes no son nuevos son tan mios como los que ya conozco.